domingo, 13 de mayo de 2012

Nunca apuestes tu cabeza al Diablo - Edgar Allan Poe

"Con tal que las costumbres de un autor sean puras y castas -dice don Tomás de las Torres en el prefacio de sus Poemas amatorios- importa muy poco que no sean igualmente severas sus obras." Presumimos que don Tomás está ahora en el Purgatorio por dicha afirmación. Sería conveniente tenerlo allí, desde el punto de vista de la justicia poética, hasta que sus Poemas amatorios se agotaran o quedaran eternamente en los estantes por falta de lectores. Toda obra de ficción debería tener una moraleja, más aún, los críticos han descubierto que toda ficción la tiene. Tiempo atrás, Philip Melancthon escribió un comentario de la Batracomiomaquia, y demostró que el objetivo del poeta era estimular el desagrado por la sedición. Pierre La Seine fue un paso más allá, y mostró que la intención era recomendar a los jóvenes temperancia en la comida y la bebida. Por su parte, Jacobus Hugo se convenció de que en Euenis, Homero insinuaba a Calvino, que Antonio era Martín Lutero, que los lotófagos eran los protestantes en general, y las arpías, los holandeses. Nuestros escoliastas, más modernos, son igualmente agudos. Estos individuos encuentran un sentido oculto en Los antediluvianos, de una parábola en Powhatan, de nueve ideas en Arrorró mi niño y del trascendentalismo en Pulgarcito. En resumidas cuentas, se ha demostrado que nadie puede sentarse a escribir sin contar con un profundo designio. Así, los autores se ahorran muchos problemas. Un novelista, por ejemplo, no tiene que preocuparse por la moraleja pues está allí -es decir, en alguna parte de su obra-, y tanto ella como los críticos pueden arreglárselas solos. Cuando llegue el momento adecuado, todo lo que el caballero quería decir, y todo lo que no quería, saldrá a la luz en el Dial o en el Down-Easter, juntamente con todo lo que debería haber querido decir y aquello que claramente intentó decir, de modo que al final todo saldrá muy bien.




Por lo tanto, no hay motivo para la acusación que ciertos ignorantes me han hecho: que jamás escribí un cuento moral, o más precisamente un cuento con moraleja. No son ellos los críticos predestinados a hacerme salir a la luz y a desarrollar mis moralejas, ése es el secreto. Tarde o temprano el North American Quarterly Humdrum los hará avergonzar de su estupidez. Entretanto, para aplazar el ajusticiamiento y mitigar las acusaciones contra mí, ofrezco el siguiente y penoso relato, una historia cuya moraleja no puede ser cuestionada en absoluto ya que uno puede leerla en las letras mayúsculas que forman el título del cuento.




Debería reconocerme un mérito por usar este recurso, mucho más sensato que el de La Fontaine y otros, que reservan hasta último momento la impresión que desean transmitir y la incluyen al final de sus fábulas.
Defuncti injuria en officiantur, decía una ley de la doce tablas, y De mortuis nil nisi bonum es un excelente mandamiento, aun si los muertos en cuestión no valen nada. Por lo tanto, no es mi intención vituperar a mi difunto amigo Toby Dammit. Era un pobre peno, en verdad, y tuvo una muerte de perros, pero no hay que echarle en cara sus vicios. Estos se debían a un defecto personal de su madre. Esa mujer que se esforzó lo más posible en cuanto a proporcionarle azotes cuando Toby era pequeño pues, para su ordenada mente, los deberes eran siempre placeres, y los bebés, al igual que la carne dura o los olivos griegos, mejoran si uno los golpea. ¡Pero pobre mujer! Tenía la desgracia de ser zurda, y es preferible no azotar a un niño antes que azotarlo con la mano izquierda. El mundo gira de derecha a izquierda. No sirve azotar a un bebé de izquierda a derecha. Si cada golpe asestado en la dirección adecuada extirpa una propensión al mal, de ahí se desprende que cada golpe en sentido contrario profundiza aún más la maldad. Yo solía estar presente cuando castigaba a Toby, y hasta por la forma en que el niño pateaba me daba cuenta de que cada día que pasaba se estaba poniendo más malo. Por último vi, con lágrimas en los ojos, que ya no quedaban esperanzas para el sinvergüenza, y un día en que lo habían golpeado tanto hasta dejarle la cara tan negra que bien podía habérselo tomado por un niño africano, sin obtener otro efecto que el de hacerlo retroceder en un ataque de furia, ya no pude soportarlo más y, cayendo de rodillas, alcé mi voz y profeticé su ruina.




Lo cierto es que la precocidad de Toby para el vicio era terrible. A los cinco meses le daban unos ataques tan virulentos, que no podía articular palabra. A los seis meses lo pesqué mordisqueando un mazo de naipes. A los siete se había acostumbrado a abrazar y besar las bebidas. A los ocho se negó perentoriamente a firmar un documento en pro de la temperancia. Así, mes a mes fue creciendo en él la iniquidad hasta que, al cumplir su primer año de vida, no sólo usaba bigotes sino que había adquirido cierta propensión a lanzar juramentos y malas palabras, y a respaldar sus afirmaciones con apuestas.




Esta última y poco caballeresca práctica fue la que causó por fin la ruina que yo había vaticinado para Toby Dammit. El hábito "fue creciendo con él y fortaleciéndose con su fuerza" de modo que, cuando Toby ya fue un hombre, apenas si podía pronunciar una frase sin adornarla con una propuesta de juego.




No apostaba en serio, no. Debo ser justo con mi amigo, y decir que antes hubiera preferido hacer cualquier otra cosa. Para él, el hábito era una simple fórmula, nada más. No daba ningún sentido especial a sus expresiones; éstas eran simples imprecaciones -aunque no del todo inocentes-, frases ocurrentes con las cuales redondeaba sus ideas. Cuando decía: "Le apuesto a aquello", a nadie se le cruzaba por la mente tomarle la palabra, pero yo no podía dejar de considerar que mi deber era reprenderlo. Ese hábito era inmoral, y así se lo decía. Era vulgar, y le imploraba que me creyera. Era desaprobado por la sociedad, cosa que no era más que la verdad. Estaba prohibido por una ley del Congreso, y al decir esto no me animaba ni la menor intención de mentir. Le hacía objeciones, pero en vano. Lo instaba, y él sonreía. Le suplicaba, y se reía. Si lo sermoneaba, me miraba con desdén. Si lo amenazaba, me lanzaba una palabrota. Si lo pateaba, llamaba a la policía. Si le daba un tirón de nariz, se la sonaba y apostaba su cabeza al diablo a que no me atrevería a repetir el experimento.




La pobreza era otro vicio que la peculiar deficiencia física de la madre de Dammit había legado al hijo. Era detestablemente pobre, y por una razón, sin duda, sus exclamaciones relacionadas con las apuestas rara vez tomaban un giro pecuniario. Nadie podrá decir que le oyó alguna vez usar formas de expresión tales como: "Le apuesto un dólar". Por lo general decía: "Le apuesto lo que usted quiera", "Le apuesto lo que usted se atreva", "Le apuesto cualquier cosa" o, más significativamente aún: "Le apuesto mi cabeza al diablo".




Esta última forma es la que parecía complacerlo más, tal vez porque implicaba el menor riesgo, pues Dammit se había vuelto parsimonioso en exceso. Si alguien le hubiera tomado la palabra, habría perdido poco puesto que tenía una cabeza pequeña. Pero éstas son reflexiones personales que me hago, y en modo alguno puedo atribuírselas a él. De todas formas, la frase en cuestión se volvía cada vez más habitual, pese a lo impropio de que un hombre apostara a su cerebro como si fuera billetes de Banco, pero la perversa naturaleza de mi amigo no le permitía entenderlo. Con el tiempo llegó a abandonar toda otra fórmula, y se entregó por entero a "Le apuesto mi cabeza al diablo" con una pertinencia y exclusividad que desagradaban y sorprendían. Siempre me desagradan las circunstancias que no logro explicarme. Los misterios obligan al hombre a pensar, y así se resiente su salud. A decir verdad, había algo en el aire con que el señor Dammit pronunciaba aquella ofensiva expresión, algo en su manera de enunciarla, que primero me interesó y luego me puso muy nervioso, algo que, a falta de término más preciso, debo calificar de extraño, pero que Coleridge habría denominado místico, Kant panteístico, Carlyle retorcido y Emerson hiperexcéntrico. Aquello empezó a desagradarme sobremanera. El alma del señor Dammit corría grave peligro. Decidí entonces usar toda mi elocuencia para salvarla. Juré consagrarme a él tal como dice la crónica irlandesa que San Patricio se consagró al sapo, es decir, "despertándolo para que tomara conciencia de su situación". De inmediato me aboqué a la tarea. Una vez más me propuse reconvenir a mi amigo. Una vez más junté todas mis energías para un intento final de recriminación.




Cuando hube concluido con mi discurso, el señor Dammit se permitió una conducta sumamente equívoca. Durante unos instantes permaneció en silencio, limitándose a mirarme inquisidoramente a la cara, pero luego inclinó la cabeza hacia un lado y arqueó mucho las cejas. Acto seguido tendió las palmas de las manos y se encogió de hombros. Guiñó el ojo derecho y repitió la operación con el izquierdo. Después cerró fuertemente los dos, y al instante los abrió tanto, que me preocupé seriamente por las consecuencias. Aplicándose el pulgar a la nariz, juzgó oportuno realizar movimientos indescriptibles con el resto de los dedos. Por último, poniendo los brazos en jarra, se avino a responder.




Me vienen a la mente sólo los titulares de su discurso. Me estaría muy agradecido si me callara la boca. No quería que le dieran consejos. Despreciaba todas mis insinuaciones. Ya era bastante grande como para cuidarse solo. ¿Todavía lo consideraba un bebé? ¿Me atrevía a criticar su naturaleza? ¿Me proponía insultarlo? ¿Era tonto yo? En una palabra, ¿sabía mi madre que yo me había ausentado de mi casa? Esta última pregunta me la hacía considerándome un hombre veraz, y estaba dispuesto a creer en mi respuesta. Una vez más me preguntaba explicativamente si mi madre sabía que yo había salido. Mi confusión, según dijo, me traicionaba, y por ende estaba dispuesto a apostarle su cabeza al diablo a que no sabía nada.
El señor Dammit no se detuvo a la espera de mi respuesta. Giró sobre sus talones y me abandonó con indigna precipitación. Y de lo bien que hizo. Me había herido en mis sentimientos y hasta había provocado mi indignación. Por una vez en la vida habría querido aceptarle su insultante apuesta. Habría ganado para el Archienemigo la pequeña cabeza del señor Dammit, porque lo cierto es que mi madre estaba perfectamente enterada de mi ausencia temporal del hogar.




Pero Coda shefa midéhed -el cielo brinda un alivio-, como dicen los musulmanes si uno les pisa los dedos de los pies. Había sido ofendido mientras cumplía con mi deber, y soporté el insulto como un hombre. Sin embargo, ahora me parecía que había hecho todo lo que se me podía pedir por aquel miserable individuo, y decidí no molestarlo más con mis consejos, dejándolo librado a su propia conciencia y a sí mismo. Sin embargo, aunque desistí de darle más consejos, no pude renunciar del todo a su compañía. Hasta llegué a soportar algunas de sus inclinaciones menos cuestionables, y en ciertas oportunidades hasta elogié sus desagradables chistes tal como elogian los epicúreos la mostaza: con lágrimas en los ojos; tan profundamente me hería oír su maligno lenguaje.




Un hermoso día en que habíamos salido a pasear juntos, tomados del brazo, el camino nos llevó en dirección a un río. Había un puente y decidimos cruzarlo. Era un puente techado que servía para proteger del mal tiempo, y como tenía pocas ventanas, adentro resultaba incómodamente oscuro. Cuando ingresamos, el contraste entre el resplandor externo y la penumbra interior me produjo un gran desánimo. No así al desdichado Dammit, quien enseguida apostó su cabeza al diablo a que yo me sentía deprimido. Él, por su parte, estaba de muy buen humor. Tal vez un poco animado por de más, lo cual me había sentir cierta suspicacia. No es imposible que lo haya afectado algún tipo de trascendentalismo. Pero no soy muy versado en el diagnóstico de esta enfermedad como para expedirme sobre nada, y lamentablemente no estaba presente ninguno de mis amigos del Dial. No obstante, sugiero la idea debido a cierto espíritu payasesco que parecía aquejar a mi pobre amigo haciéndolo comportarse como un tonto. Nada le agradaba más que deslizarse y saltar por debajo o por encima de cualquier cosa que se le pusiera por delante, y lo hacía gritando o susurrando todo tipo de palabras o palabrotas, aunque manteniendo siempre el rostro serio. Yo sinceramente no sabía si compadecerlo o patearlo. Por último, cuando ya habíamos cruzado casi todo el puente y nos acercábamos al final, un molinete de cierta altura nos impidió seguir. Calladamente lo sorteé como suele hacerse, es decir, haciéndolo girar. Pero esto no convenía al señor Dammit, quien insistió en saltarlo por arriba y afirmó que era capaz de realizar también una pirueta en el aire. Ahora bien, en conciencia no me parecía que pudiera hacerlo. El que mejor piruetas hacía era mi amigo Carlyle, y como yo sabía que él no podía hacerlo, tampoco creía que lo pudiera hacer Toby Dammit. Por consiguiente se lo dije con todas las letras, agregando que lo consideraba un fanfarrón que no podía cumplir con lo que decía. Esto que dije lo lamenté posteriormente, pues en el acto él apostó su cabeza al diablo a que lo hacía.
Estaba yo a punto de responderle, pese a mi anterior resolución, reprochándole su impiedad, cuando oí muy cerca una tos muy parecida a la exclamación "¡Ejem!". Me sobresalté y miré asombrado en derredor. Mis ojos cayeron por fin en un nicho que había en la estructura del puente, y repararon en la figura de un diminuto y anciano caballero cojo, de venerable aspecto. Nada podía ser más excelso que su apariencia, pues no sóloiba vestido todo de negro, sino que llevaba una camisa muy limpia, con cuello que se doblaba prolijamente sobre una corbata blanca, y usaba el pelo con raya al medio como una muchacha. Tenía las manos entrelazadas en gesto pensativo sobre el vientre, y había puesto los ojos en blanco.
Observándolo más atentamente noté que, por encima, de su ropa, llevaba puesto un guardapolvo de seda negra, lo cual me resultó muy raro. Sin embargo, antes de que tuviera oportunidad de hacer un comentario sobre tan singular circunstancia, me interrumpió con un segundo "¡Ejem!".


No me sentí preparado para responder de inmediato tal observación. Lo cierto es que los comentarios tan lacónicos son prácticamente imposibles de responder. Conozco una revista trimestral que quedó desconectada ante la palabra "¡Tonterías!". Por lo tanto, no me avergüenza decir que me volví al señor Dammit en busca de ayuda.


-Dammit, ¿qué haces? -le pregunté-. ¿No oyes? Este caballero dice "¡Ejem!".


Lo miré con aire serio mientras le hablaba, porque a decir verdad me sentía particularmente desconcertado, y cuando un hombre se siente particularmente desconcertado, debe fruncir las cejas y poner expresión salvaje, porque de lo contrario es seguro que parecerá un tonto.


-Dammit -continué, aunque la palabra pareció una maldición, cosa que estaba muy lejos de mi pensamiento-, Dammit', este caballero dice "¡Ejem!".


No trataré de defender mis palabras afirmando que eran profundas pues a mí tampoco me lo parecieron, pero he notado que el efecto de nuestras palabras no siempre es proporcional a la importancia que tiene ante nuestros ojos. Y si hubiera arrojado una bomba al señor Dammit, o si lo hubiera golpeado en la cabeza con un ejemplar de Poetas y Poesías de Norteamérica, no lo habría visto tan molesto como cuando le dirigí aquellas simples palabras:


-"Dammit, ¿qué haces? ¿Acaso no oyes? El caballero dice ¡Ejem!"


-¿Ah, sí? -musitó al fin, y por su rostro pasaron más colores que los que despliega, uno tras otro, un barco pirata cuando lo persigue una nave de guerra-. ¿Estás seguro de que eso dijo? Bueno, de todos modos ya estoy listo, y mejor que enfrente el tema con decisión. Aquí voy: ¡Ejem!


Al oír esto el hombrecito pareció complacido, sólo Dios sabe por qué. Salió del nicho donde se hallaba, se adelantó rengueando con un aire gentil y estrechó cordialmente la mano de Dammit, mirándolo con la más pura expresión de bondad que pueda imaginar un ser humano.
-Estoy convencido de que usted ganará, Dammit -dijo, con una sonrisa franca-, pero por fuerza debemos tener una prueba, por una mera formalidad.
-¡Ejem! -repuso mi amigo quitándose la chaqueta con un profundo suspiro, atándose un pañuelo de bolsillo a la cintura y modificando inexplicablemente sus facciones, para lo cual revolvió los ojos y bajó la comisura de sus labios-. ¡Ejem! ¡Ejem! -repitió tras una pausa, y a partir de allí no le oí decir otra cosa que el mismo "¡Ejem!".
"Ajá -me dije, aunque no lo expresé en voz alta-, éste es un silencio notable por parte de Toby Dammit, sin duda consecuencia de su anterior verbosidad. Un extremo induce al otro. Me pregunto si se ha olvidado de todas esas preguntas imposibles de responder que con tanta fluidez me formuló el día en que le di mi último sermón. De todos modos, parece curado de los trascendentalismos."




-¡Ejem! -respondió Toby como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, y con cara de carnero viejo en un sueño.


El anciano caballero lo tomó del brazo y lo llevó más hacia el interior del puente, hasta unos pasos antes del molinete.


-Estimado amigo -dijo-, en conciencia tengo que concederle todo este tramo para que pueda correr y tomar impulso. Espere aquí hasta que yo me ubique junto al molinete, así puedo ver si lo salta en forma elegante y trascendental, sin omitir ninguno de los movimientos de la pirueta. Pura formalidad, como usted sabe. Diré "Uno, dos, tres, ya". No arranque hasta oír el "¡Ya!". -Se ubicó junto al molinete, hizo una pausa como sumido en profunda reflexión, miró hacia arriba y me pareció que esbozaba una sonrisita; luego se ajustó las tiras del delantal, miró largamente a Dammit y pronunció las palabras convenidas:
Uno, dos, tres... ¡Ya!




Al oír el "¡Ya!", mi pobre amigo salió a la carrera. Su estilo no era tan notable como el del señor Lord, ni tan malo como el de los críticos del señor Lord, pero me dio la impresión de que lograría superar obstáculos. ¿Y si no pudiera? Ah, ésa era la cuestión. ¿Y si no pudiera? ¿Qué derecho tenía un anciano caballero -dije- de obligar a otro a saltar? ¿Y quién es este tipo? Si me pide a mí que salte, no lo haré, lisa y llanamente no lo haré, y no me importa quién diablos sea.
Como he dicho, el puente estaba cubierto de una manera muy ridícula, y en todo momento había dentro de él un eco muy incómodo, eco que nunca había notado tan nítidamente como cuando pronuncié las tres últimas palabras.




Pero lo que dije, lo que pensé o lo que oí ocupó apenas un instante. Menos de cinco segundos después de haber tomado impulso, mi pobre Toby daba el salto. Lo vi correr ágilmente, dar un grandioso salto y efectuar notables movimientos con las piernas al elevarse. Lo vi en lo alto, realizando una admirable pirueta sobre el molinete, y desde luego, me pareció insólito que no completara el movimiento del salto. Pero todo eso duró un momento, y antes que tuviera tiempo de hacer una reflexión profunda, vi que el señor Dammit caía de espaldas, del mismo lado del molinete de donde había partido. Y en ese mismo instante, vi también que el anciano caballero salía corriendo y rengueando a toda velocidad, luego de recoger y envolver en su delantal algo que caía pesadamente desde la penumbra del techo en arco, justo sobre el molinete.
Todo eso me dejó atónito, pero no tuve demasiado tiempo para pensar, pues el señor Dammit se hallaba particularmente quieto, por lo cual deduje que se sentía ofendido y necesitaba mi ayuda. Rápidamente me acerqué a él y comprobé que había recibido lo que podría denominarse una herida grave. A decir verdad, había sido privado de la cabeza, que no pude encontrar por ninguna parte. Decidí entonces llevarlo a casa y mandar a llamar a los homeópatas. Entretanto, se me ocurrió algo, y luego de abrir una ventana en el puente, descubrí la triste verdad. A una altura de un metro y medio del molinete, cruzando la arcada del techo a modo de soporte, se extendía una barra plana de hierro puesta con el filo horizontalmente, uno de varios soportes similares que contribuían a reforzar la estructura del puente. Al parecer, el cuello de mi infortunado amigo había entrado precisamente en contacto con dicho filo.




Mi amigo no sobrevivió a su terrible pérdida. Los homeópatas le suministraron bastante poco remedio, y el poco que le dieron él no lo pudo tomar. A la larga empeoró y murió, dando así una lección a todas las personas de vida licenciosa. Regué su tumba con mis lágrimas, agregué una barra siniestra al escudo de armas de su familia y, para cubrir los gastos generales de su entierro, envié una cuenta muy módica a los transcendentalistas. Como los sinvergüenzas se negaron a pagar, en el acto hice exhumar al señor Dammit y lo vendí como alimento para perros.





















miércoles, 9 de mayo de 2012

Maldición de los Faraones

La maldición del faraón es la creencia de que sobre cualquier persona que moleste a la momia de un faraón del Antiguo Egipto cae una maldición por la que morirá en poco tiempo. Existía la creencia de que las tumbas de los faraones tenían maldiciones escritas en ellas o a sus alrededores, advirtiendo a aquellos que las leyeran para que no entrasen. La maldición asociada al descubrimiento de la tumba del faraón de la XVIII dinastía Tutankamón es la más famosa en la cultura occidental. Muchos autores niegan que hubiese una maldición escrita, pero otros aseguran que Howard Carter encontró en la antecámara un ostracon de arcilla cuya inscripción decía: "La muerte golpeará con su bieldo a aquel que turbe el reposo del faraón"


La maldición de Tutankamón


A principios del siglo XX la mayor parte de la historia del antiguo Egipto era desconocida para la mayoría de la población. Poco se sabía de aquella época, y menos aún de la mayor parte de los faraones egipcios.
Aunque se asocien las Pirámides de Egipto con los enterramientos de los faraones, lo cierto es que solo se usaron en el Antiguo Egipto entre las dinastías III (2650 a. C.) y XIII (1750 a. C.), pero ya en la dinastía XVIII (1300 a. C.) se prefería excavar grandes tumbas con varias salas en el interior de parajes escarpados (Valle de los Reyes). Estas salas se decoraban y llenaban de valiosos objetos y en ellas se depositaba el cuerpo embalsamado de los faraones, dentro de un sarcófago.
La tumba de Tutankamón de la dinastía XVIII permaneció oculta durante más de tres mil años. Existen evidencias de que fue sacada y luego restaurada en los meses posteriores a su enterramiento, pero el cambio de dinastía, y la tierra desplazada de los desescombros de otras tumbas próximas provocó que un siglo después del enterramiento de Tutankamón, el emplazamiento de su tumba o incluso la misma existencia del faraón habían sido olvidados. Los ladrones de tumbas de las dinastía XIX y XX incluso llegaron a construir algunas cabañas encima de la tumba sin sospechar de su existencia.


Descubrimiento de la tumba y primeras muertes


En la década de los años 1920, el egiptólogo Howard Carter descubrió la existencia de un faraón de la XVIII dinastía hasta entonces desconocido, y convenció a Lord Carnarvon para que financiase la búsqueda de la tumba que se suponía intacta en el Valle de los Reyes. El 4 de noviembre de 1922 se descubrieron los escalones que descendían hasta una puerta que aún mantenía los sellos originales. El 26 de noviembre, en presencia de la familia de Lord Carnarvon, se hizo el famoso agujero en la parte superior de la puerta por el que Carter introdujo una vela y vio según sus palabras «cosas maravillosas». La tumba, luego catalogada como KV62, resultó ser la del faraón Tutankamón y es la mejor conservada de todas las tumbas faraónicas. Permaneció prácticamente intacta hasta nuestros días hasta el punto que cuando Carter entró por primera vez en la tumba, incluso pudo fotografiar unas flores secas de dos mil años atrás que se desintegraron en seguida. Después de catalogar todos los tesoros de las cámaras anteriores, Carter llegó a la cámara real donde descansaba el sarcófago del faraón desde hacía tres mil años. Y entonces empezaron a morir personas que habían visitado la tumba.




En marzo de 1923, cuatro meses después de abrir la tumba, Lord Carnarvon fue picado por un mosquito y poco después se cortó la picadura mientras se afeitaba, causando que la infección se extendiese por todo el cuerpo. Una neumonía atacó mortalmente a Lord Carnarvon, que murió la noche del 4 de abril. Se cuenta que a la misma hora de su muerte, el perro de Lord Carnarvon aulló y cayó fulminado en Londres. Además, cuando Lord Carnarvon murió, en el Cairo hubo un gran apagón que dejó a oscuras la ciudad.
Poco más necesitó la prensa inglesa para airear las leyendas de la maldición de los faraones. Incluso algunos afirmaron que en un muro de las antecámaras estaba escrito: «la muerte vendrá sobre alas ligeras al que estorbe la paz del faraón», aunque en realidad esta frase nunca apareciese en las detalladas notas de Carter y el muro fue derribado para entrar en la tumba. Sir Arthur Conan Doyle se declaró creyente en la maldición, la escritora Marie Corelli afirmó tener un manuscrito árabe que hablaba de la maldición y el arqueólogo Arthur Wiegall publicó oportunamente un libro sobre la maldición de los faraones.
A la muerte de Lord Carnarvon siguieron varias más. Su hermano Audrey Herbert, que estuvo presente en la apertura de la cámara real, murió inexplicablemente en cuanto volvió a Londres. Arthur Mace, el hombre que dio el último golpe al muro, para entrar en la cámara real, murió en El Cairo poco después, sin ninguna explicación médica. Sir Douglas Reid, que radiografió la momia de Tutankamon, enfermó y volvió a Suiza donde murió dos meses después. La secretaria de Carter murió de un ataque al corazón, y su padre se suicidó al enterarse de la noticia. Y un profesor canadiense que estudió la tumba con Carter murió de un ataque cerebral al volver a El Cairo.
Al proceder a la autopsia de la momia se encontró que justo donde el mosquito había picado a Lord Carnarvon, Tutankamón tenía una herida. Este hecho disparó aún más la imaginación de los periodistas, que incluso dieron por muertos a los participantes en la autopsia. En realidad, excepto el radiólogo, los demás miembros del equipo vivieron durante años sin problemas, incluido el médico principal. El mismo descubridor de la tumba, Howard Carter, murió por causas naturales muchos años después.
A principio de la década de los 30, los periódicos atribuían hasta treinta muertes a la maldición del faraón. Aunque muchas de ellas eran exageraciones, la casualidad parecía insuficiente para explicar las demás. La falta de más escándalos y muertes extrañas disipó poco a poco el interés de los periodistas los siguientes treinta años.


En las décadas de 1960 y 1970 las piezas del Museo Egipcio de El Cairo se trasladaron a varias exposiciones temporales organizadas en museos europeos. Los directores del museo de entonces murieron poco después de aprobar los traslados, y los periódicos ingleses también extendieron la maldición sobre algunos accidentes menores que sufrieron los tripulantes del avión que llevó las piezas a Londres.
La última víctima atribuida a la maldición fue Ian McShane: durante la filmación de la película en los años ochenta sobre la maldición, su coche se salió de la carretera y se rompió gravemente una de las piernas.


Explicaciones de la maldición


La explicación más común a la maldición de los faraones es que fue una creación de la prensa sensacionalista de la época. Un estudio mostró que de las 58 personas que estuvieron presentes cuando la tumba y el sarcófago de Tutankamón fueron abiertos, sólo ocho murieron en los siguientes doce años. Todos los demás vivieron más tiempo, incluyendo al propio Howard Carter, que murió en 1939. El médico que hizo la autopsia a la momia de Tutankamon vivió hasta los 75 años.
Algunos han especulado con que un hongo mortal podría haber crecido en las tumbas cerradas y haber sido liberado cuando se abrieron al aire. Arthur Conan Doyle, autor de las novelas detectivescas de Sherlock Holmes, fomentó esta idea y especuló con que el moho tóxico había sido puesto deliberadamente en las tumbas para castigar a los ladrones de tumbas.
Aunque no hay pruebas de que tales patógenos fuesen responsables de la muerte de Lord Carnarvon, tampoco hay duda de que sustancias peligrosas pueden acumularse en tumbas antiguas. Estudios recientes de antiguas tumbas egipcias abiertas en la actualidad que no han estado expuestas a los contaminantes modernos hallaron bacterias patógenas de los géneros Staphylococcus y Pseudomonas, así como los mohos Aspergillus niger y Aspergillus flavus. Además, las tumbas recién abiertas se convierten a menudo en refugio para los murciélagos, cuyo guano puede transmitir la histoplasmosis. Sin embargo, a las concentraciones halladas típicamente, estos patógenos sólo suelen ser peligrosos para personas con sistemas inmunológicos debilitados. Las muestras de aire tomadas del interior de un sarcófago sellado mediante un agujero perforado, tenían altos niveles de amoníaco, formaldehído y ácido sulfhídrico, que si bien son gases tóxicos también resultan fáciles de detectar en concentraciones peligrosas por su fuerte olor.
Howard Carter, el principal "implicado", murió el 2 de marzo de 1939 a los 64 años, de muerte natural, 17 años después. Su frase preferida cuando le hablaban de la «maldición», era: "Todo espíritu de comprensión inteligente se halla ausente de esas estúpidas ideas." Y añadía:


"Los antiguos egipcios, en lugar de maldecir a quienes se ocupasen de ellos, pedían que se les bendijera y dirigiesen al muerto deseos piadosos y benévolos... Estas historias de maldiciones, son una degeneración actualizada de las trasnochadas leyendas de fantasmas... El investigador se dispone a su trabajo con todo respeto y con una seriedad profesional sagrada, pero libre de ese temor misterioso, tan grato al supersticioso espíritu de la multitud ansiosa de sensaciones."